martes, 9 de marzo de 2010

Proust


Tras haberme leido los siete tomos de "En busca del tiempo perdido" en un año y medio, y estar acabando ya el segundo mamotreto de la monumental biografía sobre Proust de George D. Painter, creo que puedo hacer una sinopsis escueta de la que, dicen algunos, es la mejor novela de todos los tiempos:

La vida y pensamientos de un francés amanerado, pijo, trepa y sensible. 

Se trata de una novela en buena parte autobiográfica. El narrador, la primera persona, es un reflejo no muy distorsionado del propio Proust. Lo que más destaca de ella es, por un lado, la refinada profundidad de la mirada del autor al mundo de la sensibilidad y, por otro, la complejidad con la que piensa la experiencia.

Leyendo "A la recherche", sus larguísimos párrafos de serpenteante prosa preciosista trufados de adjetivos, yo no he conseguido encontrar una característica disociada y puntual que le de la "originalidad" a la obra. No me parece una obra original, sino intensa. Muchos críticos y especialistas, entre ellos Painter, ponen el acento en la bendita "memoria involuntaria", que categorizan como el gran descubrimiento del novelista, un antes y un después en la Historia de la Literatura. Henri Bergson, el filósofo (a la sazón familia política de Proust) teoriza sobre la memoria involuntaria y es obvio decir que este mecanismo del recuerdo estructura partes fundamentales de la obra. Muy conocido es aquel evocador pasaje que desencadena el olor de una magdalena, y que acaba llevando a la conciencia del autor no me acuerdo ya ni a dónde, sin él haberlo deseado.

En cualquier caso, a lo que voy, es que "A la recherche" no se trata en absoluto de una novela filosófica, de una novela que aporte conocimientos racionales o morales, o de un viaje alla Thomas Mann, en donde el personaje aprende a ser en función de la modificación de su persona frente al mundo.

Con Proust no aprendemos nada.

Con él, más bien, nos lanzaremos a las profundidades de un mundo que se ha perdido. Y que si estamos atentos, volveremos a recuperar al final de la novela, en el último libro. Si se me perdona la pedantería, se trata de una novela de redención inmanente.

Para nosotros, postmodernos lectores de blog, la pérdida de ese mundo es doble. Por una parte nos adentramos en el pasado perdido del propio Proust (la vivencia depotenciada) y por otra confrontamos un mundo que a nosotros se nos ha hecho viejo, un cosmos pretérito de ideas y sensaciones que prácticamente se han extinguido en el día a día de los contemporáneos del s. XXI en Occidente. ¿Quien es capaz de visualizar y comprender (y sobretodo de aguantar) cuatro páginas de sensorialidad exacerbada por causa del color de los pétalos de un lirio, a las once de la mañana, en la campiña estival francesa? Para empezar, yo no sé qué es un lirio. Yo sé lo que es una Ducati 1098S, una motito guapísima de mil cc. que si tuviera pasta, mañana me la pillaba. 

Proust es un habitante de un universo anacrónico, que se debate por recuperar su propios recuerdos ya ancianos. Una doble antigüedad para nosotros que sitúa "A la recherche" dentro de una categoría cultural muy específica: El masque. "A la recherche", rollo viejón, es un masque de mil pares de cojones. Una novela en la que no pasa apenas nada. Mortalmente lenta y larguísima, trata de gente que vive su vida, normal, palante, con sus rollitos de amores y amistad entre pijos absolutamente corrientes, sin que ocurra ninguna cosa guapa, sin explosiones, sin movidas, sin asesinatos, sin trama, vaya, una novela que no tiene un final, porque toda ella es un final, un bucle que nos lleva al Tiempo Recobrado, al principio del todo y vuelta a empezar. Regresamos al primer capítulo en el que Proust se pasa cientos de páginas explicándonos el pesar que le supuso cuando era niño, un día concreto, que su madre no subiese a su cuarto a darle un beso de buenas noches. ¿Tú te puedes creer eso, rallarse de esa forma porque tu madre no te da un beso y te dice "buenas noches"?  

Con Proust nos cansaremos de visitar los salones de la alta burguesía y aristocracia parisina de principios del s. XX. Marcel "amaba complacer al prójimo y ansiaba causar buena impresión" (Painter), y dedicó casi su vida entera al noble arte de trepar en la escala social y hacer la pelota a la gente VIP. Nacido en un hogar de la burguesía media- alta de París (su padre fue un respetado médico y científico), Marcel soñaba, se moría, se corría de gusto, pensando en el día en que sería aceptado por sus propios méritos en los salones más exclusivos de la alta aristocracia del Faubourg Saint- Germain, meta que consiguó, subiendo varios peldaños en la empinada pirámide social, por su talento como lameculos y, en segundo lugar, por su talento como escritor, o más bien, personaje de ingenio. 

Marcel dormía durante todo el día hasta la caida del sol, no trabajó nunca (un día como bibliotecario), viviendo de sus padres y gastando dinerales. Famosas por su generosidad eran sus propinas. El asma lo mantenía postrado y era un importante motor de decisiones en su vida, un asma que no impedía en absoluto la vida normal de un hombre por lo demás sano, pero que le servía de excusa para no dar golpe y visitar cuantos hoteles de lujo hubiese en el territorio francés, igual que Ernesto Guevara, que también era asmático.

Las cartas que Proust envía a sus adorados astros en el firmamento de las castas superiores sacan los colores a cualquiera por lo exacerbado del peloteo. Sin mosca alguna, le dora la píldora radical a quien considere un "caballero" o una "dama". Pero mucho ojo, porque se trata de un peloteo per se, autónomo, detrás del cual no hay ningún business en el horizonte, objetivo material o posicionamiento estratégico para darle bombo a su carrera. Desea ser simplemente reconocido, que se hable bien de él, que se le quiera y se le estime en lo más excelso de la sociedad, muy probablemente, porque su madre no le dio un día un beso de buenas noches.

Este espíritu complaciente tan suyo, visible tanto en la novela como en su vida, le condujo a que muchos de sus compañeros de juventud que también se dedicaban a la escritura lo marginasen:

"Nos parecía que tuviera mayor interés en hallar el camino de acceso a ciertos salones de la nobleza que en dedicarse a la literatura. Esta nefasta afición puede descubrirse incluso en sus obras; sus personajes eran duquesas y condesas con nombres absurdos, de quienes jóvenes y deslumbrantes héroes con propios medios de vida se enamoraban, siendo frecuentemente correspondidos" 

El siglo XX está ya bien entrado. Baudelaire es un clásico enterrado. Mallarmé un viejo. Las vanguardias están a la vuelta de la esquina... ¡Ay, Proust! Qué personaje.       
 
¿Por qué entonces enfangarse con "A la recherche"? Bueno, pues porque da mucha bola. Las cosas buenas son las que dan bola, pero no todas las cosas que dan bola son buenas. Si no, podríamos engancharnos al "World of Warcraft", literalmente un universo que nos permite dejarnos en él la vida (e incluso ganárnosla). Viéndolo de modo general, "A la Recherche" es bola muy buena para la bola de la lectura, que es, sin duda alguna, una de las mejores bolas en la vida.

Proust es a la lectura como un trago de medio vaso de tequila a la borrachera, nos sube automáticamente a otro nivel. La literatura toda se hace otra y la leemos distinto. Ocupa un lugar, se asienta. Sin que nos haya pasado nada, sin que nos haya iluminado, adoctrinado o enseñado conocimiento alguno, nos señala un pedrolo que antes no habíamos visto -Coño, ¿y esa piedra?- decimos. Proust nos obliga a mirar un pedrolo tremendo que teníamos delante de las narices y sobre el cual jamás habíamos reparado, y que ahora forma parte de los mojones que señalizan los caminos de la conciencia, sin que haya sucedido más. No en vano se consideraba "un escribano", en el sector tópico de los artistas que transcriben lo existente, sin inventar nada. Ahora, una vez lo hemos visto, si alguien nos quitase de en medio nuestro querido pedrolo nos haría infelices, nos robaría un cacho de vida, para los espíritus menos poéticos, al menos la media horita/tres cuartos diarios durante el año y medio que le dedicamos a la pija de Marcel. 

Porque el acto físico de la lectura de "A la recherche" resulta de lo más significativo, debido en parte a su brutal extensión en el tiempo. Con ningún otro libro, al menos yo, he tenido tal sensación de conciencia de lectura, de "estoy ahora aquí leyendo", como he tenido con éste ladrillo, ayudado también por la rotundidad del masque viejón, un masque intenso, que nos obliga a ocuparnos intensamente, no un masque laxo y sinsentido. La imagen del lugar de la lectura y la posición, a fuerza de repetirse, parece planeada desde la propia obra, que es un ejercicio constante de apreciación sensorial e inspección del pensamiento que, por último, creo, revierte en la realidad del lector. Terminar, simplemente acabar la obra, es ya una Memoria Recuperada. Entenderla bien supongo que será algo más. No sin motivo se recomienda su lectura para el ocaso de la vida, en donde no cuentan tanto las aptitudes para la compresión como la capacidad de desvelamiento que activa la experiencia.

Nos acordamos pues de cómo era leer a Proust, performáticamente, de cómo día tras día Meike, mi novia, dormía al lado o leía su "Montaña Mágica", sus libros sobre el mercado del arte, su "Historia de la Fealdad" de Eco, o su libro de Kapuscinski, mientras nosotros continuábamos con el solotroco gabacho. Recordamos exactamente las barras frías de hierro de la litera, el momento de apagar el flexo con las últimas fuerzas del día, el sonido de la calefacción al calentarse y abombarse la chapa, el vaso de agua de la mesilla de noche con sabor a polvo del día anterior, los polvos improvisados de entremedias, y venga vuelta y dale y sigue con Monsieur de Charlus y la Princesa de Luxemburgo y el Salón de los Verdurin, y Swann y Odette y su puta madre.   

Leer a Proust nos vuelve un poco más locos, más desnortados, un pelín más esquizofrénicos, porque se trata de una obra en donde impera el reboso de sentido; todo cobra significado, todo llega a ser importante, material en relación a otro material, y por lo tanto la existencia en general se complejiza y ello lleva a un estado de sobreexcitación por acumulación de estímulos poco recomendable para el urbanita ya bastante irritado con la saturación imaginaria del capitalismo. Por eso digo que Proust, al contrario que la Bildungsroman, no enseña nada, más bien, instala a la persona en una muy incómoda desorientación (neo-incertidumbre en nuestras certezas construidas, discursos y opiniones) respecto de todo aquello que no sea la más pura y directa sensibilidad subjetiva, que aparece como la única verdad real. "A la recherche" nos hace ver con sinceridad y sin ningún ánimo propositivo de convencer (no es una novela de tesis, ensayística o "ideológica") que todas las películas que nos montamos más allá de esta pura subjetividad son cuentos chinos que cualquier persona medianamente cabal no puede por menos que creerse con reservas. ¿Nihilismo? No. Desnudez, si acaso. Punto de partida, quizás. 

Estos pensamientos categóricos, inevitables, están absolutamente ausentes en la novela, que, como repito,  no es una novela teórica, sino una toma de conciencia y una experiencia de tiempo y posición, mediante el calibrado perfecto de la herramienta de la sensibilidad. 

Malas derivas proustianas podrían ser el escepticismo, la amoralidad y la despolitización del pensamiento, aunque el mismo autor en su propia vida de pijo burgués maltratador de criados (los ponía a servir de noche, cuando el señorito se levantaba, después de que éstos hubiesen currado el día entero) tuvo momentos de compromiso político rotundos, como por ejemplo durante el caso Dreyfus, una polémica de corrupción militar que derivó social - más o menos entre tradicionalistas y progresistas- y partió a Francia en dos.

Los superfan de "A la Recherche" apoyan aquella idea (en la que no entraré a discutir ahora) que dice que la obra de arte, la buena, no le debe rendir cuentas a nadie, porque está mas allá de todos los asuntos mundanos y le habla directamente a las subjetividades, una por una. Más allá de ese cerrado diálogo intrapersonal, sólo quedan humo, oscuras teorías de cenáculo e insinceridad. 

Es frecuente la figura del escritor o artista que no puede o no quiere entregar su Tiempo Recobrado a los otros, su jardín interior que tanto le ha costado plantar y que le salva de las miserias humanas antes de que llegue la muerte, irreversible e inexorable, sin querer darse un salto a ver qué hay en el patio trasero en donde se dan de hostias el común de los mortales, ignorantes, apestosos, violentos, sucios, zafios, bastos, malencarados, groseros y llenos de odio, podríos de mierda.

Por cierto ¿dónde se conseguía aquel machango cabeza de Proust con barba de Marx?  

martes, 2 de marzo de 2010